Cuando todo parece haber terminado,
aún queda un instante para ti.
Ese momento en el que la casa se calla.
En que el cuerpo se afloja.
Y puedes mirar el día con otros ojos.
Cerrar el día no es solo apagar la luz.
Es abrir una pausa.
Un pequeño ritual para volver a ti
con gratitud y sin juicio.
No necesitas que el día haya sido perfecto.
Solo necesitas habitarlo desde el corazón,
y dejarlo ir.
Puede ser en el pecho.
En el vientre.
En el rostro.
Colócala ahí donde más lo necesites.
Como si dijeras: “aquí estoy, y me acojo”.
No importa si ha sido un día brillante o difícil.
Solo reconoce algo.
Algo pequeño, algo real.
Y da las gracias.
No como huida, sino como regalo.
El descanso como acto de amor.
Antes de dormir, siéntate o recuéstate en silencio.
Cierra los ojos.
Coloca tus manos sobre el cuerpo.
Haz tres respiraciones lentas.
Recuerda un momento del día por el que puedas dar gracias.
Dilo en voz baja o en tu interior.
Luego susurra: Me entrego al descanso.
Y deja que esa frase te arrope.
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Cuando cierras el día con gratitud, abres espacio para un descanso verdadero.
Itziar
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